No sabe,
no aprendió a llorar. Desconoce la sensación de desahogo, largar ese nudo duro,
denso que tensa la mandíbula y hace que uno respire de forma superficial:
inspiraciones cortas que apenas permiten que el aire llegue a la parte alta de
los pulmones y el cerebro quede confundido, diezmado en su capacidad y
funcionamiento por la falta de oxígeno.
Ese no
poder dejar que las aguas derriben las compuertas, que el viento levante
polvareda y que la lluvia con sus gotas lagrimosas riegue la sequía del alma– le
genera una tristeza constante, eterna e ininterrumpida. Convive con esa
tristeza cual si fuera su propia sombra. La sigue en todo momento y lugar sin
importar circunstancias. Es un síndrome con el cual se ha acostumbrado a
convivir. Aprendió -como pudo- a sobrevivir los desafíos irreversibles que han
ocurrido en el correr de su existencia. Cada persona coexiste con los suyos,
únicos como lo somos cada uno y una de nosotros.
Aquel día,
una parte de ella había muerto. Su vida obstinada continua y la última
oportunidad esta por partir. Ella corre desesperadamente los trescientos metros
que la separan de ese tren. Los vagones se disponen a seguir su rumbo y ella no
sabe si llegara a alcanzarlos. El cielo y el suelo no se diferencian – una neblina
densa borronea el horizonte. Comienzan a escucharse los chirridos de las ruedas
de acero sobre las vías. La oscuridad y la bruma no permiten ver más nada. Extenuada, alcanza el vagón trasero de la esperanza. Una vez en él, se da cuenta que no existía
nada, había sido todo un espejismo- producto de su desesperación. Sin embargo,
su ilusión no murió porque nunca había siquiera nacido.
El
desencanto se apodero de su vida como tumor maligno. La monotonía la mantenía
hipnotizada en un letargo indefinido. La resignación se adueñó de su voluntad.
El tiempo –imperceptible- la fue aniquilando de a poco hasta que llegó el
momento culmine, el instante en que no pudo soportar un segundo más su
absoluta mediocridad y grito a los cuatro vientos: “la puta que me pario”.