La ansiedad generalizada me retuerce los intestinos y la artritis ahonda
mi melancolía. Somatizo mis carencias mientras escribo sobre el cemento frio,
de aspecto invernal, metálico, parco, sin gusto e inoloro. No estoy haciendo
una demostración de un producto que funciona con solo enchufarlo. Intento
que los voltios corran e inunden el cable de la confianza, a través del cual
podría volver a ilusionarme de que es posible, aunque la zanahoria con su
vaivén hipnótico -no pueda esconder del todo la trampa inherente de la
realidad.
Noto y anoto lo que escucho de rebote: los pájaros mecánicos
cumplen su trayecto con una constancia de reloj; las gaviotas vuelan sobre mi
cabeza con su trinar marítimo; otras aves avisan con su canto que el día se va
terminando; vuelan hacia sus nidos buscando resguardo, calor y refugio.
Se abre un paréntesis con forma de cueva donde aparecen pretéritos
indefinidos e indecisos; hoy hay programa completo: mantengo la mayor cantidad
de vicios posibles- sin llegar al extremo de que me lastimen. La moderación es
como cuando se tiene la guinda de cuero dominada debajo de los tapones.
Cierro una puerta y queda trancada automáticamente. Finaliza una etapa y
no hay vuelta atrás posible. Estoy en un cuarto cuya forma- valga la
contradicción- es amorfa: no es rectangular, tampoco cuadrada ni siquiera un
trapecio. Hay demasiado poco para hacer aquí- lo cual me resulta ser un poco
demasiado. El nudo de la angustia que sujeta a mi garganta se suelta; los esfínteres
ceden al fin- permitiendo que las inmundicias corporales fluyan y pueblen el
ambiente de un pudor inútil e inevitable.
Soy feliz y lo ignoraba -aunque la felicidad siempre me ha resultado un concepto esquivo de entender. Deduzco que tienen más chances de ser felices los que menos necesitan del mundo exterior- tanto sea material como emocional -y quienes comprenden que lo simple es tan imprescindible como indispensable.