Me anestesio para aclarar mi mente y no sentir el dolor que me causa el paso del tiempo en vano. Hay algo que no estoy seguro que es, algo que estoy desperdiciando y eso me angustia de forma indefinida pero cierta. Me hallo en las antípodas de una carrera contrarreloj; una quietud sofocante deshidrata mis bríos. Desde hace tiempo que mi tanque de nafta* marca la reserva: pongo punto muerto y dejo llevarme por la bajadita estacional que me recibe con su oprobiosa oscuridad y frialdad característica.
Intento encontrar un detalle que interrumpa la invariable
reiteración de hechos idénticos y esa continuidad- me produce una monotonía
hipnotizadora. Busco el calor interno que me devuelva a la llanura, a la
simpleza de lo ordinario como quien espera al pie de un árbol a que caiga su
fruto prohibido.
Afuera diluvia hace días; las horas de claridad se
escurren a la velocidad de la luz. El frio y la lluvia cala mis huesos. No
escribo para entretenerte -no es esa mi intención- sino que para externalizar
lo que me tiene trancado. Lo mismo me da si es poco y de mala factura, si
contiene una frase jugosa o un paralelismo fascinante lleno de mensajes
entrelineas.
Cuento con un tiempo incuantificable, inconexo,
subjetivo, teñido de manipulaciones del inconsciente que se asoma y me asombra
con sus manifestaciones. Estoy escuchando músicas que hace mucho no oía y
releyendo aquellos libros que me piden que los abra y los mime.
El eje del mundo no se mueve ni un micromilímetro con
mi ínfima presencia o ausencia. Son tiempos de conversaciones con uno mismo. Mientras
camino por la vereda tratando de no pisar las líneas que separan las baldosas,
mis grandilocuentes pensamientos y disquisiciones llegan a hilar tan fino como
para creer que por fin he llegado a la certeza más absoluta e irreductible sobre
qué es lo que le da sentido a mi vida: el deseo.
*manera en que denominan al combustible los y las rioplatenses.