Busco un estado de serenidad, de calma que no equivale a resignarme o
escapar de mí mismo -sino que deseo encontrar cierto equilibrio ante las
desgracias inevitables que transita todo mortal. Lloro ríos de frustración que
desembocan en afluentes donde no hay llave de paso que pueda contener y menos
aún cerrar el flujo de sentimientos que brotan desde el subsuelo de mi conciencia.
Mis venas son los canales de un sistema pluvial desbordado; mis alcantarillas
no toleran más lluvias. Necesito procesar mis propias aguas cloacales: agua que
viene entreverada con fango, ramas de todo tamaño y resabios que llegan hasta
hoy desde el fondo de los tiempos. A su vez, padezco de una utopía incurable:
anhelo con todas mis fuerzas- experimentar y sentir a pleno el cántaro
inagotable, una disposición y tesitura mental sin limitaciones.
Mientras transcurre mi tormenta intestina- la veo bajarse de su
bicicleta enclenque. Su asiento está envuelto en un nylon sucio para evitar que
se empape con esa lluvia que tanto me afecta. Arroja unas migas de su pan
flauta en el suelo y súbitamente aparece una variedad insólita de aves
revoloteando alrededor de su cabeza: los gorriones comienzan a picotear pero
son inmediatamente espantados por un par de palomas glotonas de cuello tornasolado
que no tienen mejor suerte con los cuervos y sus chillidos ásperos de muerte. A
su vez, los cuervos se dispersan cuando las gaviotas aterrizan amenazantes
proclamando con su graznido reverberante – el dominio total de esas migajas que
ella tiro al piso y ahora ni siquiera recuerda.