A Rosina, fuente de inspiración y admiración.
En una mañana ideal de verano caminaba por la orilla paladeando el retrogusto del desenlace, de lo inevitable. Vivía en un tiempo diferente, subjetivo, un paréntesis que no pertenecía al pasado ni al presente o al futuro. Añoraba la inocencia y felicidad de mis primeros tres años de vida: una etapa que la rememoraba pura y con todo por descubrir. Uno de mis recuerdos más vividos era la imagen de una flor de mburucuyá en un clima gélido, inimaginable, ajena a ese medio. Ella- inaudita- lucia sus petalos ante las miradas estupefactas e inverosímiles que la observaban con timidez y desconfianza.
A temprana edad mi ansiedad se hizo miedo y eso marco
la falta de cadencia en mi canción vital. Luche y me enfrente a ellos. No me pertenecían,
no eran míos sino que me los inculcaron sin siquiera pedir mi consentimiento,
contrario a mi voluntad. Conviví desde aquellos días con la indignación. Y no
era una indignación generalizada hacia la vida y todos sus residentes: era
contra aquella persona que estaba ahí para cuidarme y sin embargo- ciega de
angustia y desesperación- salto desde el
balcón hacia la nada y me abandono -sin advertencia- a mis cuatro años de edad. Ese niño elaboro y justifico en su cabeza las
sinrazones y abusos con los que le toco coexistir. Se transformó -sin buscarlo-
en el padre de su padre, la madre de su madre y olvido quererse y cuidarse a sí
mismo. A la que nunca pude disculpar fue a la inmundicia que remplazo a la
suicida: me obligaba a quedarme sentado a la mesa durante varias horas al día.
Además, no me permitía emitir sonido alguno. Un auténtico e innecesario
martirio para un niño de cuatros años que se prolongó durante seis meses.
La falta de personas que me acompañaran en mis proyectos
y sueños- acrecentó en mí una individualidad exacerbada, un mecanismo de
defensa ante la ausencia de compañía. En mi cabeza- me sentía como un perro con
tres patas: mi estabilidad mental rengueaba mientras la vida exterior transcurría
sin que nadie lo notara. Hubiera preferido que se tratara de una carencia física
para al menos así haber sido percibido.
Después de demasiado tiempo me harte del vacío, del
aburrimiento, de la melancolía como quien ha estado años barriendo arena en un
desierto sin horizontes. Entonces, decidí no vivir más en ese infierno bestial
de impotencia y desilusión rociado de un jugo melocotonero con resabio a ironía
y burla. Me desprendí de ese yugo, de todo lo que no era mío y que a lo largo
de los años se había adherido a mi psiquis a mi pesar y me obstaculizaban,
dejándome siempre a mitad de camino en mis proyectos y aspiraciones. Ingrese a
mi madurez como una tuna ajada- con la voluntad e ilusión de lograr desespinarme,
abierto a que florezca lo que la pujanza y mi capacidad natural permita destrabar
y reaparecer.