A los seres
vencidos
Me
adentro al tierno y tibio olvido sin darme cuenta, con mi percepción centrada
en mi rutina. Giro mi cabeza hacia atrás y todo se ve borroso, como si no
tuviera los lentes puestos. El balastro cubre mis zapatos- agujereado uno de ellos-
de una polvareda gruesa, densa, amarronada y fangosa. En ningún
momento siento temor: solo experimento una desazón y un vacío implacable, contundente
aunque indescifrable. No importa lo que haga o diga, donde vaya, lo que coma ni
con quien este: siento dentro mío un inevitable y constante desasosiego. Mi
desencanto conmigo mismo y lo que me rodea es casi permanente y hasta patético.
Lo padezco como un síndrome que se ha incrustado en mi organismo y en mi
psiquis sin explicación aparente o entendible. La tristeza me acompaña a sol y
sombra, me hace marcación personal -hombre a hombre- como si apreciara mi
compañía en demasiá, tal si fuera un amor eterno.
Paro
de golpe en algo que parece ser un espejismo: una inmunda barbería que aloja en
su interior una mesa de casin de paño gastado y un par de máquinas estruendosas
a las que le faltan varias luces. En eso, se me acerca una figura casi que
espectral de sexo indefinido y me pregunta la hora. Desde mis catorce años de
edad dejé de usar reloj pulsera- le respondo. Su reacción es un súbito
movimiento de hombros hacia arriba y abajo.
Sigo mi camino paladeando entre los pliegues de mi razonamiento el caldo de
disidencia que he ido cultivando con el correr de los años. Ser parte de la
mayoría no significa poseer ninguna prueba o fundamento con aire de verdad
revelada.
No
hay nada, ni antes o después del trayecto vital, solo supervivencia de la
especie para maximizar su estadía en este planeta. Todos los conceptos
conocidos son creaciones humanas de dudosa veracidad y eficacia. Y sin embargo, acá
estoy intentado destrancar lo que nunca se ha trancado. Y si alguna vez estuvo
cerca de trancarse- eso sucedió en mi mente, en mi percepción de lo que me
circunda, la cual posiblemente no coincide con la realidad de ningún otro
semejante perteneciente a la especie de la cual soy parte.
Espero
con ansiedad, casi como una turbación- algo que tal vez exista solo en mi
cabeza. Posiblemente se trate tan solo de una alucinación- de algo que no
sucederá y por tanto la espera se convierte – a la vez- en inútil en sí misma
pero también en un propósito y una razón para seguir viviendo con expectativa.
Una expectativa engendrada en mi imaginación y cimentada en la irrealidad más
noble que surge de mi estropeada inteligencia.
A
lo lejos escucho una trompeta asordinada cuya melodía me lleva a una ciudad
desconocida de hace un siglo atrás, en plena efervescencia del viejo Jazz y la
bolsa de valores. Comienzo a experimentar cierto alivio; algo dejo de hacer
presión – como si la fuerza de gravedad hubiese mutado sus condiciones. Me
focalizo en algo más allá del pragma,
del momento preciso del ahora, de mis palabras vacías de significado y valor.
Mis sentimientos difusos -y a veces antagónicos- entienden que todo lo hecho y
por hacer es por uno y los míos. Mis ideas se apelotonan todas a la vez y
ninguna logra sobreponerse sobre las otras.
El
tiempo se acota, el transcurso es inevitable y real. He llegado a mi cima hace
un rato largo y he puesto punto muerto para dejarme llevar por la bajadita,
esperando que no se me cruce pozo alguno ni desfondarme en mi descenso. Me he
convencido a mí mismo de que estoy haciendo bien. El gran tema es la
relatividad y sus consecuencias. No hay norte ni sur, somos cuerpos en una galaxia
infinita e indivisible para el ojo humano. De a poco me voy acercando a un
sitio más adecuado. Deseo ser como aquellos que se contentan con tan solo tener
cubiertas sus necesidades básicas -sin cavilar ni cuestionar tanto su sentir- y
hasta llegan a disfrutar del sinsentido de ser viviente.