Esa mañana me
levante temprano -como de costumbre- con mi frecuente ansiedad de que todo dura
demasiado tiempo. Mientras preparaba mi café, sentía mi cabeza liviana a modo
de principio de una borrachera. Esa liviandad paso a ser mareo a los pocos
minutos. Tuve que agarrarme de las paredes para llegar a mi cama. Una transpiración
fría me hacía tiritar descontroladamente.
Estuve dos días
dormitando casi que ininterrumpidamente y sin comer bocado. Sueños vividos me
llevaban por pasadizos inhóspitos y desconocidos de mi subconsciente. Logre
levantarme un par de veces para ir al baño a tomar agua y lanzar un jugo gástrico
amarillento y espumoso que me provoco una acidez áspera.
El tiempo pasaba
lento y rápido a la vez: de a ratos sentía un vértigo aletargado que me impedía
mantener la vertical y me postraba en una perpetuidad confusa, rotando
posiciones en la cama que me ayudaran a conciliar un sueño que me desenterrara
de esa pesadilla.
Los cuadros en
la pared tomaban volumen y se me venían encima con sus colores chorreantes y
repugnantes. Intentaba mantener los ojos cerrados mientras no dormía para que
las cosas no giraran a mi alrededor. Mi
mente y cuerpo estaban desconectados, desacompasados –como si se tratara de voluntades
opuestas.
En cierto momento el silencio fue total y el aire inodoro- cual si mi
olfato y escucha hubieran desaparecido de mi paleta sensorial. Deje de buscar, recordar, creer, pensar, soñar y darme
vueltas en la cama. Al fin y sin aviso, la paz conmigo mismo venció a mi mente
retorcida e invadió mi cuerpo inerte.