Se
dispara mi alarma y todo alrededor se inunda de humo. Quiero cerrar la puerta
pero algo inmaterial, oculto- no me lo permite; algo que vive en la frontera de
mi ansiedad, mi cabeza y mi realidad. Algo que siento como una frazada
demasiada pesada- desnuda mis flaquezas y cubre mi ánimo. No recuerdo desde
cuando la conservo: tengo la sensación de que ha estado junto a mi desde que
tengo memoria, o mejor dicho desde que recuerdo tener memorias. Esta frazada ha
pasado por varios veranillos en que la he olvidado -pero una y otra vez vuelve
invernal y me deposita infaliblemente en una espesa neblina cerebral.
Desquiciado,
desbocado como caballo que ha estado demasiado tiempo en su corral- anhelo esos
instantes de no pensar ni esperar más: solo sentir. Eso: una vacación mental y
descanso para el espíritu. Una especie de purificación, un curativo, un imán
que me mantenga entre los que aún tenemos la suerte de padecer y disfrutar absurdos
e inercias del diario vivir.
Llego
a mi casa con la rutina de la semana a cuestas pero aun con la energía autómata
del maniático que me lleva a probar la manija de la puerta una y otra vez,
asegurándole a la compulsión que la puerta ha sido efectivamente cerrada por mí
mismo. La llave del gas es mi próximo destino. Después de cerrarla me quedo
mirándola fijo y contando hacia mis adentros hasta una cifra caprichosa- hasta mi
número de suerte arbitraria. Miro a mi alrededor para asegurarme que todo esté
en su lugar asignado, en ese orden antojadizo que me reconforta. Ahora es el turno
del lavado de manos, una operación meticulosa, sigilosa, que requiere toda mi
atención y esfuerzo. En los inviernos, el revés de mis manos se desfigura en un
cuero agrietado, rojizo y áspero de tanta agua y jabón. Luego de todos estos
rituales -me siento con el derecho a respirar profundo y desechar toda
mortificación- tanto sea real o consecuencia de mis obsesiones.
Entonces
escribo sin proponérmelo, sin justificacion alguna: me
tranquiliza y ocupa, me anestesia al punto de no sentir malestares transitorios
y fomenta lo que aún subsiste en mi despoblado mundo interior. Escribir es de
lo poco que me va quedando para compartir y comunicarme. Una
comunicación diferida, incierta y probablemente inexistente que en definitiva
solo ocurre conmigo mismo. Por lo tanto, esto es un desahogo, como el de
aquellas flores que esperan con ansias los primeros soles primaverales para
abrir sus petalos deslucidos. Intento y ensayo mi sanación con las letras,
cicatrizar con lo escaso de lúdico que aún persiste en mí y jugar al escritor
maldito, maldito conmigo mismo, que maldice su percepción hosca, opaca,
descarnada de sí mismo y lo que lo rodea.