Lo que en un principio fue placer- se ha transformado en una
desvergonzada necesidad: mientras escribo –se desata una orgía en mi mente y esto se ha convertido en una dependencia que tal vez sea pasajera. O quizás no. Hay
quienes gustan leer un texto interesante, que les deje un algo y a su vez los
haga sentir participes: un libro que “valga la pena” ser leído. Acaso aguardas
con cierta esperanza encontrar aquí algo atípico, con un foco y una perspectiva
un tanto oblicua. No puedo ni debo comprometerme a tanto: escribo en busca de
alivio, desahogo y porque no quiero seguir siendo víctima ni esclavo: para
liberarme de mi realidad. Es mi terapia para combatir mi descreimiento,
compulsiones, la sensación de vacío crónico, el aburrimiento, la soledad y
desconfianza.
Escribo para mí mismo: para recordarme quién soy si llegara la noche en
que mi memoria se destruyera en la más senil de las demencias. Además, la
escritura me da una sensación de libertad un tanto engañosa porque el lenguaje
es un saco de fuerza imposible de huir. Pero esto es lo que tengo y utilizo cuando el vacío y la nada golpean
las puertas de mi ser buscando un significado, un propósito o tan solo una
intención capaz de transformarse en una ilusión que mantenga la llama vital
encendida y alumbre las tinieblas de ese destino tan sabido como inevitable.
Los renglones vacíos de la carilla parecerían ser fosforescentes a la
luz del intenso rayo de sol de abril que cae de canto sobre mi cabeza, difícil
de obviar y a su vez- lo más contundente e irrebatible que encuentro en este
mundo. Necesito del sol para vivir: el hace crecer todo (lo bueno y lo no
tanto), broncea la piel y provoca un fuego en mi alma que dejo expuesta para
que todos la vean tal cual es y la juzguen sin que yo pueda ni intente
evitarlo. De esta forma- dejo mi psiquis al desnudo; la comparto para mi bien y
el de todos que así lo entiendan. Las personas que no esconden sus debilidades-
sino que las comunican- me hacen sentir un aliado en la causa del diario vivir.
Mi realidad no me supera ni me sorprende. Describir lo que percibo es
una tarea engorrosa: solo alcanzo a garabatear retazos de mi sentir, de mi
inmadurez emocional y de mi verdad fragmentada. La mayoría de mis días son un
disco rayado que se repite hasta el hartazgo como una historia sin principio ni
fin. Ir detrás de la zanahoria me embrutece y desgasta. Más que una zanahoria,
es una carnada, una trampa -como lo es toda utopía.
En las noches que logro dormir sueño con un presente esperanzador y hasta
sanador a pesar del aburrimiento y melancolía que tránsito en mis horas de
vigilia. Mi primer objetivo del día es el reconocimiento de mi existencia, de
mí mismo. Me despierto con la arcada a boca de jarro y corro hacia el espejo
para ver si soy el mismo que se acostó a dormir la noche anterior o si es alguna
capa de mi subconsciente. Otros días, me levanto torcido y siento un falso
contacto dentro mío -algo que no funca del todo. El vómito finalmente me
alcanza, me afirmo al inodoro y abro la boca todo lo que puedo. Por mi garganta
transitan -con violencia reveladora- mentiras
que ayudan a vivir. Estoy temblando y transpirando profusamente. A veces la
eternidad dura unos pocos segundos.
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