Las hastiadas agujas del reloj no atrasan ni
adelantan: marcan siempre la misma hora de un día perdido. Con la llegada del
invierno- comenzó para él una época de desolación, tanto corporal como mental. Se
volvió un ser de poco hablar, evitando – dentro de lo posible – todo contacto
humano. Había tocado fondo una vez más y sabía que cosas no tenía que hacer
para iniciar su reconstrucción desde los mismos cimientos.
Retornó a su primer amor: la música en formato vinilo.
Su meta no planificada fue coleccionar aquella felicidad pretérita a través de
los objetos que formaban parte de ella. Así comienza ese querer conseguir y
conservar celosamente todo aquel pedazo del puzle que forma parte de su paraíso
idealizado de la niñez. Cada día que pasaba era un intento de construir el
puente que lo llevará a ese lugar tan codiciado por su memoria olvidadiza y fragmentaria.
La letra del tango que sonaba en la radio lo trajo
-sin escalas- a su presente insulso. Su ropa hedía a guiso podrido mezclada con
tufo de vestuario masculino de futbol. A pesar de sus intentos por evitar su
desconsuelo, estaba dentro de una gran olla haciéndose a fuego lento, condimentado
en sus tormentos. Nunca se lamentó por el tipo de vida que ha elegido- pese a no
haberse tomado el tiempo suficiente para reflexionar sobre su elección.
Escribe lo que puede y no lo hace con la finalidad de
aportarle algo a alguien; no desea dar enseñanzas de vida ni nada que se le
parezca. Escribe para canalizar su intensidad y sentirse mejor con él mismo. Disfruta de su triste felicidad sin ser del todo consciente de su objetivo, aspiración y plan vital.
Por fuera parecería ser sólido, casi que indestructible,
transmite seguridad y convicción. Sin embargo, la herrumbre -que nunca descansa
y todo lo corroe- convertirá sus modestas ambiciones en sueños oxidados. Su
sistema nervioso es un disco rayado que repite -incansable e ininterrumpidamente- el mismo surco dañado hasta el mismísimo infinito.
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