Thursday, March 19, 2020

La primera curda


El verano en todo su esplendor favorecía con su clima al Macuca que con su novia y amigos en común- acampaban a orillas del Rio de la Plata. Los estrictos padres de su joven novia le prohibieron terminantemente a ella- seguir viaje rumbo a las playas oceánicas del este uruguayo después de terminados aquellos cinco días de campamento pactados de antemano. Esa prohibición tenia a maltraer a ambos que no atinaban a disfrutar plenamente de esos cinco días de campamento estival.

El penúltimo día, las muchachas decidieron ir a Piriapolis a pasear. Ese día, Macuca reventaba de calor y se lanzó hasta el único almacén que había en la vuelta a comprarse un helado. El Monona no dudo en acompañarlo en esa caminata de cuarenta y cinco minutos. Llegaron con la lengua para afuera, el sol les daba de canto; las chicharras se desgañitaban desde los pinos acusando el calor imperante.

Para sorpresa y decepción de ambos, la heladera del almacén estaba rota, así que no había helados, refrescos fríos, ni hielo; todo estaba a temperatura ambiente. El Monona resolvió que lo más rescatable de lo poco que había a la venta- era un vino suelto blanco. Se sentaron a la sombra a tomar. La temperatura reinante y la dulzura de aquel “néctar” contribuyeron a que ese brebaje no durara más de un rato. Volvieron a entrar al almacén a comprar otro litro de vino blanco. Solo del tinto quedaba en la damajuana- anunció el somnoliento dueño con afable hostilidad. Embudo mediante, la botella de plástico quedo pintada de un violeta incierto.

Ya con el garguero caliente, el tinto lija -que no era dulce como su antecesor- fue paladeado sorbo tras sorbo. El Monona, un par de años más grande que el Macuca, sabía de sobra lo que era el alcohol y sus consecuencias. El Macuca estaba tan verde en asuntos etílicos como el color de las hojas de los árboles que intentaban protegerlos del sol abrasador en su retorno al campamento.

El Macuca disfrutaba de una liviandad inédita, sentía una alegría ajena y anestesiadora. El Monona caminaba a su lado, muerto de risa y guiaba a su amigo para que no terminara de cara contra el piso. La vuelta fue mucho más larga y lenta que la ida. Ni bien llegaron – notaron que las jóvenes ya habían regresado del paseo. En eso, un inesperado fuego volcánico trepo desde el estómago del Macuca pasando expreso por su tráquea e hizo erupción a la vista de absolutamente todos los acampantes. La virulencia de aquel estallido, impacto a su novia como nunca antes: ella jamás lo había visto así. Ayudaron al Macuca a acostarse boca arriba sobre el suelo con un tronco debajo de su nuca. Desde esa posición dormitaba y cada pocos minutos desafiaba de manera imprevista a la ley de la gravedad: era una fuente que lanzaba chorros de líquido rojizo hacia el cielo, increpándole clemencia al etanol todopoderoso para que aquel martirio terminara.

Entre vómito y vómito- ensayaba mentalmente diferentes tipos de disculpas para con su novia. Al anochecer, ella, incrédula, fue a increparle de que cómo había terminado de aquella manera, que no podía dejarlo un minuto solo, que la vergüenza que le estaba haciendo pasar, que por que le hacía esto a ella que lo quería tanto. El la escuchaba mientras soportaba la impotencia de no poder controlar que todo a su alrededor girara sin parar. Ella sentada a su costado esperaba una respuesta, un algo. El Macuca, desde lo más hondo de su padecimiento, le contesto con voz distante- como si lo hubiese dicho otra persona: es todo por tu culpa.



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