Friday, July 24, 2020

ɐʇlǝnʌ opɐp

Jalvín va al fondo, por suerte hoy no llueve; aprovecha la intemperie de su pequeño jardín, observa las plantas bailando al son de la brisa, disfruta del cantar de los pájaros antes que sus vecinos den señales de vida, sinónimo de alboroto y ruidos molestos. Retomo la lectura, releo lo que ya había olvidado. Jalvín vuelve a perder su tiempo regando un pasto imaginario, tarea obstinada que desarrolla con una naturalidad y perseverancia propia de su herencia milenaria.

Salgo a caminar por el barrio. Entro al almacén y le pregunto a la persona detrás del mostrador: ¿qué sentido tienen las cosas? ¿Cuándo será el momento de ser felices- aunque sea tan solo un espejismo? ¿Vos sabes que es lo que estamos esperando? Ella me mira con ojos chúcaros y taimados; no es lo que esperaba un martes de tarde, aunque tampoco descarta de plano mi planteamiento existencial; entiende de donde viene mi cuestionamiento, su pureza, su lado utópico, noble e iluso. Habría sido más simple para ella si le hubiese pedido una peluca fucsia o un frasco de comida para murciélagos. Pero no, hoy no pudo ser; quizás mañana. Si, mañana será otro día, otra sensibilidad y necesidades.

Cuento con una brújula interna que me ayuda a dirigirme hacia el destino anhelado. Esa guía suele ser oportuna, racional y me mantiene fuera de líos; pero si la aguja se dañara por acumulación de desilusiones, mentiras, sinsabores y frustraciones- correría el riesgo de perderme en un camino plagado de buenas intenciones. Si a eso sumo una genética, condición y ambiente propicios- podría llegar a despertarse una voz interna, intrusiva, que nunca calla en la desbalanceada química de mi cerebro. Es una voz que magnetiza y arrastra a quien la escucha –entre otras cosas- a percibir pensamientos como si fuesen hechos concretos.

En mi mente se proyectan películas incoherentes, repetitivas, improbables y perturbadoras al borde de la obsesión- una y otra vez. Mientras tanto, algo queda flotando en mi subconsciente, aunque no pueda percatarme del todo de que se trata. Un algo que veo y asimilo: una impresión del momento. A partir de ese algo, construyo una estructura de donde agarrarme, un paraíso, un lugar lejano, perfecto, inalcanzable y lleno de idealizaciones.

La hora adulta del día -con su sol de durazno maduro cayendo del árbol- se despliega frente a mis ojos en cámara lenta. Un atardecer de verano suburbano, donde el aire sopla diferente que entre los altos edificios del centro. El aroma de los frutos y los vegetales emanan su sano atrevimiento. Se acerca la hora de cenar, ducharse y volver al sueño. Mañana será otro día, idéntico al previo.

La redundancia -monótona y periódica como el tictac del segundero- se me hace exagerada, la sufro cual si fuera un castigo, como si se tratara de una lección que todavía no he aprendido y en este momento debo enfrentar si o si- para de una vez por todas superarla y estar listo para la próxima condena o desafío que me prepare hacia el destino inevitable: la nada misma, el olvido eterno, tal si nunca hubiese existido mi impronta sobre la faz de la Tierra.





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