Un corredor demasiado largo y totalmente oscuro me excreto en la inmunda delicia de lo urgente y mundano. Mi llegada al mundo fue el nacimiento de mi rotundo fracaso, el principio del abandono que experimento en los momentos cruciales de mi solitaria y- por momentos- intolerable vida.
Demasiados “no” han atemperado mi carácter débil y abatido que padezco desde que tengo memoria.
Estoy en un lugar ideal para curarme de mí mismo, un sitio sin nadie más que mis pensamientos, el mar y alguna que otra ave pasajera.
No hay actividad que me comunique con el otro, simplemente estoy, soy aquí y ahora. Mi enemigo es la incertidumbre (agobiante casi siempre), ella debilita mis posibilidades de conexión con el presente, con mis interlocutores, me transporta a un tren de pensamientos inocuos, irreales e hipotéticos que me llevan a ninguna parte, a la nada misma y lo único que logran es desestabilizarme emocionalmente.
Mi ansiedad le da poder a ese supuesto peligro y riesgo de qué suceda algo no deseado ni buscado. No me quiero, me hago la vida imposible, me castigo, me condeno, sin embargo busco conectar: me genera felicidad y me da una sensación de propósito.
Sigo explorando señales que confirmen mis intuiciones y pálpitos. El nudo de las cosas se me concentra en la garganta y deja mi llanto a flor de iris.
Lo único estable y constante es la duda y los cambios. Una sensación familiar me deposita en una posición donde nada tiene sentido. Una ventana ciega con fecha de vencimiento tardía anuncia -con todo su desencanto- la antesala de una muerte inminente.