El verano en todo su esplendor favorecía con su clima
al Macuca que con su novia y amigos en común- acampaban a orillas del Rio de la
Plata. Los estrictos padres de su joven novia le prohibieron terminantemente a
ella- seguir viaje rumbo a las playas oceánicas del este uruguayo después de
terminados aquellos cinco días de campamento pactados de antemano. Esa
prohibición tenia a maltraer a ambos que no atinaban a disfrutar plenamente de esos cinco días de campamento estival.
El penúltimo día, las muchachas decidieron ir a Piriapolis
a pasear. Ese día, Macuca reventaba de calor y se lanzó hasta el único almacén
que había en la vuelta a comprarse un helado. El Monona no dudo en acompañarlo
en esa caminata de cuarenta y cinco minutos. Llegaron con la lengua para
afuera, el sol les daba de canto; las chicharras se desgañitaban desde los
pinos acusando el calor imperante.
Para sorpresa y decepción de ambos, la heladera del almacén
estaba rota, así que no había helados, refrescos fríos, ni hielo; todo estaba a
temperatura ambiente. El Monona resolvió que lo más rescatable de lo poco que
había a la venta- era un vino suelto blanco. Se sentaron a la
sombra a tomar. La temperatura reinante y la dulzura de aquel “néctar” contribuyeron
a que ese brebaje no durara más de un rato. Volvieron a entrar al almacén a
comprar otro litro de vino blanco. Solo del tinto quedaba en la damajuana-
anunció el somnoliento dueño con afable hostilidad. Embudo mediante, la botella de plástico
quedo pintada de un violeta incierto.
Ya con el garguero caliente, el tinto lija -que no era
dulce como su antecesor- fue paladeado sorbo tras sorbo. El Monona, un par de
años más grande que el Macuca, sabía de sobra lo que era el alcohol y sus
consecuencias. El Macuca estaba tan verde en asuntos etílicos como el color de las hojas de
los árboles que intentaban protegerlos del sol abrasador en su retorno al
campamento.
El Macuca disfrutaba de una liviandad inédita, sentía
una alegría ajena y anestesiadora. El Monona caminaba a su lado, muerto de risa y guiaba a su amigo para que no terminara de cara contra el piso. La vuelta fue
mucho más larga y lenta que la ida. Ni bien llegaron – notaron que las jóvenes
ya habían regresado del paseo. En eso, un inesperado fuego volcánico trepo desde
el estómago del Macuca pasando expreso por su tráquea e hizo erupción a la
vista de absolutamente todos los acampantes. La virulencia de aquel estallido, impacto a su novia como nunca antes: ella jamás lo había visto así. Ayudaron al
Macuca a acostarse boca arriba sobre el suelo con un tronco debajo de su nuca.
Desde esa posición dormitaba y cada pocos minutos desafiaba de manera
imprevista a la ley de la gravedad: era una fuente que lanzaba chorros de líquido
rojizo hacia el cielo, increpándole clemencia al etanol todopoderoso para que
aquel martirio terminara.
Entre vómito y vómito- ensayaba mentalmente diferentes
tipos de disculpas para con su novia. Al anochecer, ella, incrédula, fue a
increparle de que cómo había terminado de aquella manera, que no podía dejarlo un
minuto solo, que la vergüenza que le estaba haciendo pasar, que por que le
hacía esto a ella que lo quería tanto. El la escuchaba mientras soportaba la impotencia
de no poder controlar que todo a su alrededor girara sin parar. Ella sentada a
su costado esperaba una respuesta, un algo. El Macuca, desde lo más hondo de su
padecimiento, le contesto con voz distante- como si lo hubiese dicho otra
persona: es todo por tu culpa.